Agudos como leznas los dos ojitos de Samuel Tesler se habían clavado en el visitante; y Adán abatió los suyos, como al peso de tanta verdad. Entonces el filósofo, sensible a la turbación de su visitante, abandonó la línea de rigor para entregrase a la de la misericordia.
-¡No, hermano! –dijo-. Ya es hora de que los porteños abandonen su estúpida reserva. Los treinta y dos filósofos extranjeros que nos han deshonrado con su visita, después de tomarle el pulso a Buenos Aires y de introducirle un termómetro en su orificio anal, diagnosticaron que nuestra ciudad es triste. ¿Razones? No las dieron: estaban ocupados en hartarse de nuestro famoso chilled beef. Los gringos ignoraban que Buenos Aires es un archipiélago de hombres islas incomunicados entre sí.
Samuel dejó escapar una risita malévola y añadió:
-Lo que no puedo entender es cómo nuestro gran Macedonio, viviendo en Buenos Aires, ha podido llegar a esta sorprendente conclusión metafísica: “El mundo es un almismo ayoico”. ¡Dios le perdone los neologismos! Yo, en las mismas circunstancias, hubiera llegado a otra muy diferente.
-¿A cuál? –preguntó el visitante.
-A la que sigue, redonda, musical y significativa: “El mundo es un yoísmo al pedo”.
Se quedó un instante absorto al parecer en la hondura de aquella sentencia. Luego estudió a su visitante como para evaluar el grado de admiración que tanto ingenio le había producido seguramente. Y no debió ser escasa la que leyó en Adán Buenosayres, pues, volviendo al asunto:
-Ahora bien –le anunció entre generoso y amargo-. Yo, un europeo, voy a tomar la iniciativa. Te hablaré con una franqueza brutal.
-¡Debe de ser una historia que pone los pelos de punta! –observó Adán riendo-. ¿Cómo se inició el romance?
-¡Ah! –rezongó Samuel-. ¡Eso es lo que me pregunto yo, el animal metafísico!
Guardó un estudiado silencio, detrás del cual se adivinaba el montaje febril de un nuevo paso de comedia. Después abandonó la ventana, y tomando el orinal que yacía en su mesa de luz orinó de pie, con una dignidad que Diógenes Laercio hubiese atrubuido a su tocayo el del barril. Un lamento armonioso brotó del orinal: alzóse grave y descendió agudo, hasta morir en gotas finales de música. Entonces el filósofo devolvió el utensilio a su lugar, tomó asiento en la revuelta cama, y digiéndose al visitante le preguntó a quemarropa:
-¿Qué definición me darías del amor, si te la pidiera?
-¡Ah, no! –protestó Adán-. ¡No me vengas ahora con definiciones!
-No te pido una definición bobalicona de tipo almanaque o revista ilustrada. Quiero algo trascendental, una definición en tres tomos encuadernados.
-¡Estás fresco si esperas de mí semejante fenómeno!
Samuel Tesler abatió la cabeza en señal de desaliento.
-¡Oh, mundo, mundo! –suspiró-. ¿Qué se ha hecho de la sagrada Filografía?
-¿Y si me dieras tu definición? –le dijo el vistante lleno de espíritu conciliatorio.
Samuel Tesler alzó un índice profesional.
-No partiré de una definición –expuso gravemente-, sino de una metodología. Resumiendo las ideas platónicas, aunque sólo en el plano de la Venus terrestre o macanuda, te diré que el amor tiene dos fases: un deslumbramiento del sujeto (yo) ante la forma bella (Haydée Amundsen), y en seguida un ansia del sujeto (yo) por adueñarse de la forma bella (Haydée Amundsen) a fin de procrear su hermosura. ¿Digo bien?
-¡Demasiado bien! –refunfuñó Adán-. La segunda fase me huele a no sé qué obscenidad metafísica.
-¡No, hermano! –dijo-. Ya es hora de que los porteños abandonen su estúpida reserva. Los treinta y dos filósofos extranjeros que nos han deshonrado con su visita, después de tomarle el pulso a Buenos Aires y de introducirle un termómetro en su orificio anal, diagnosticaron que nuestra ciudad es triste. ¿Razones? No las dieron: estaban ocupados en hartarse de nuestro famoso chilled beef. Los gringos ignoraban que Buenos Aires es un archipiélago de hombres islas incomunicados entre sí.
Samuel dejó escapar una risita malévola y añadió:
-Lo que no puedo entender es cómo nuestro gran Macedonio, viviendo en Buenos Aires, ha podido llegar a esta sorprendente conclusión metafísica: “El mundo es un almismo ayoico”. ¡Dios le perdone los neologismos! Yo, en las mismas circunstancias, hubiera llegado a otra muy diferente.
-¿A cuál? –preguntó el visitante.
-A la que sigue, redonda, musical y significativa: “El mundo es un yoísmo al pedo”.
Se quedó un instante absorto al parecer en la hondura de aquella sentencia. Luego estudió a su visitante como para evaluar el grado de admiración que tanto ingenio le había producido seguramente. Y no debió ser escasa la que leyó en Adán Buenosayres, pues, volviendo al asunto:
-Ahora bien –le anunció entre generoso y amargo-. Yo, un europeo, voy a tomar la iniciativa. Te hablaré con una franqueza brutal.
-¡Debe de ser una historia que pone los pelos de punta! –observó Adán riendo-. ¿Cómo se inició el romance?
-¡Ah! –rezongó Samuel-. ¡Eso es lo que me pregunto yo, el animal metafísico!
Guardó un estudiado silencio, detrás del cual se adivinaba el montaje febril de un nuevo paso de comedia. Después abandonó la ventana, y tomando el orinal que yacía en su mesa de luz orinó de pie, con una dignidad que Diógenes Laercio hubiese atrubuido a su tocayo el del barril. Un lamento armonioso brotó del orinal: alzóse grave y descendió agudo, hasta morir en gotas finales de música. Entonces el filósofo devolvió el utensilio a su lugar, tomó asiento en la revuelta cama, y digiéndose al visitante le preguntó a quemarropa:
-¿Qué definición me darías del amor, si te la pidiera?
-¡Ah, no! –protestó Adán-. ¡No me vengas ahora con definiciones!
-No te pido una definición bobalicona de tipo almanaque o revista ilustrada. Quiero algo trascendental, una definición en tres tomos encuadernados.
-¡Estás fresco si esperas de mí semejante fenómeno!
Samuel Tesler abatió la cabeza en señal de desaliento.
-¡Oh, mundo, mundo! –suspiró-. ¿Qué se ha hecho de la sagrada Filografía?
-¿Y si me dieras tu definición? –le dijo el vistante lleno de espíritu conciliatorio.
Samuel Tesler alzó un índice profesional.
-No partiré de una definición –expuso gravemente-, sino de una metodología. Resumiendo las ideas platónicas, aunque sólo en el plano de la Venus terrestre o macanuda, te diré que el amor tiene dos fases: un deslumbramiento del sujeto (yo) ante la forma bella (Haydée Amundsen), y en seguida un ansia del sujeto (yo) por adueñarse de la forma bella (Haydée Amundsen) a fin de procrear su hermosura. ¿Digo bien?
-¡Demasiado bien! –refunfuñó Adán-. La segunda fase me huele a no sé qué obscenidad metafísica.
Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres (1948)
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